sábado, 15 de septiembre de 2007

En San Antonio Aguas Calientes, el 2 de noviembre las veredas y escalinatas de su cementerio no escuchan lágrimas, las tumbas no son tumbas. Miles de colores explotan en un himno al amor y al recuerdo. Probablemente no haya en relación al culto de los muertos, tradición más poética y delicada como enviar al cielo, en algarabías de procesiones, carreras y afanes para que empiecen sus vuelos, los enormes y frágiles barriletes, las vivaces cometas o papalotl. Los lugares de eterno reposo de las personas queridas se vuelven espacios de visitas y tiempos compartidos. Acuclillada en frente del sepulcro una anciana ofrece al que fue su compañero la comida que tanto le gustaba, la comparte con los nietos e hijos que están con ella, y han contribuido a que el sepulcro esté rebosante de listones de colores, flores, adornos modestos y tiernísimos. Un chucho, sereno y apacible se recuesta en la pared lateral. Él también parece recordar a su amo. Cientos de personas suben las escaleras con su ligerísima y preciosa carga: decenas de barriletes que tienen prisa por volar para llevar a los difuntos los mensajes que con tanta paciencia e ilusión se prepararon en días y noches de trabajo. El cielo se llena de relámpagos de colores y gritos de alegría cuando sí, se fue, nuestros queridos ausentes tienen que estar viendo, escuchando y agradeciendo nuestro amor eterno. Mariapia Pilolli
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